17/6/11

Epílogo oficial parte I


Hola a todos!!
"El sueño en Roma se ha acabado. Atia se despierta con resaca y vé que a su lado no yace sino el que fue Pompeyo. Y hemos vuelto a la realidad."
Nooooooooo, que este no es el epílogo, aunque casi podría haber empezado así. Pero quería que fuera algo vuestro, pues la tarea de los másters ya acabó y ahora, el vivo es de todos. Precisamente por ello, no os di indicación clara de cómo quería el epílogo y cada uno lo ha hecho a su forma. Unos, narráis conclusiones, otros, hechos curiosos dutrante la partida, unos lo habéis hecho roleados y otros no. Ha sido genial leerlos, aunque muy difícil cuadrarlos todos juntos. Perdonad los cambios en las formas de narrar, pero creo que todos son interesantísimos de leer, incluso vuestros propias palabras, pues al interaccionar algunas tramas con otras, he tenido que modificar ligeramente alguna cosa, aunque no demasiado. Irá en dos partes, por su volumen.
Espero que disfrutéis con la lectura, lo guardéis con cariño, os sorprenda en un par de momentos y lo comentemos todos los asistentes a la cena del sábado a las 21 h en el Club de Atia. (Recordad que es de sobaquillo, yo pongo bebida y papas y vosotros traéis bocata o similares y si alguien tiene sillas plegables, molaría que las aportara. Los que no podáis venir, seréis recordados también e intentaré que los vídeos se suban a algún sitio enseguida.)
Me gustaría que el blog y/o Facebook echaran humo con vuestras opiniones!!!
Nos vemos en el Egeo!!!!!!
P.



Villa Atia, noche de Saturnales:

Después del confinamiento de Saturno, Cornelia Metela quedó libre de las ataduras de la Sibila. Sin embargo, el peso de una carga que se veía incapaz de soportar cayó sobre sus hombros: había fallado a su dios, a su familia, a los fieles de Saturno y a su esposo. Era probable que tuviese que hacer frente a un juicio que dañaría profundamente su dignitas y era seguro que los esbirros de las adoradoras de Venus acabarían con ella. No podía volver a la sociedad romana y no se consideraba digna de que los suyos la defendiesen de las garras de sus enemigos. Cornelia había fallado a todos a los que amaba, y ahora estaba sola. La muerte era la única opción que tenía para escapar del dolor, pero en la habitación de su esposo le costó encontrar un objeto que le permitiese acabar con su vida. Hasta que un cuenco de color rojo brillante y finamente decorado captó su atención. La optimate lo lanzó al suelo con furia y el cuenco se rompió en cuatro grandes pedazos con puntas lo bastante afiladas como para poder rasgar su carne.

Y, al recoger el pedazo que consideró más afilado, sintió que su valor flaqueaba. Sintió frío, así que se sentó y puso una manta negra sobre sus piernas. En ese momento recordó a los hombres valerosos de su familia: ellos nunca se habían acobardado ante la visión de la muerte y luchaban y morían valerosamente en el campo de batalla. Y, sin pensar demasiado en lo que hacía se hizo un profundo corte en su antebrazo izquierdo. Cornelia sintió pánico y un dolor insoportable, pero todavía encontró fuerzas para hacer un corte más superficial en el antebrazo derecho. Ya no había marcha atrás. Sintió nauseas por la visión y el olor de la sangre así que, a duras penas, metió sus brazos debajo de la pesada manta negra. Y esperó. Y, tras unos minutos que parecieron eternos, desesperó. En aquellos primeros momentos nada parecía haber cambiado en su cuerpo, únicamente sentía dolor por los profundos cortes. El silencio y la incertidumbre le hicieron gritar de desesperación. ¿Cuánto tiempo tardaría en morir?

- ¿Domina, se encuentra bien? – preguntó un esclavo desde el otro lado de la puerta

- Márchate. –ordenó Cornelia pero apenas un minuto después se arrepintió. Su corazón había empezado a latir cada vez más aprisa pero de un modo desordenado y doloroso. La muerte empezaba a acercarse. Y tuvo miedo. – Llama a Pompeyo, llama a mi marido.

No quería morir sola. Aunque sólo viese en él dolor y desprecio, quería estar junto al hombre al que amaba. Había ofendido a Dios, por lo que no encontraría la paz en el más allá. Las lágrimas que llenaban sus ojos le impedían ver sus últimos minutos en el mundo de los vivos y el olor a sangre impregnaba la habitación. La manta negra cubría por completo el líquido que salía de sus brazos, corría por sus piernas y se acumulaba en un charco que poco a poco iba aumentando de manera letal. Mientras, su piel palidecía y se enfriaba.

Pompeyo llegó bastante conmocionado a la escena. Los sucesos extraños que habían ocurrido en el atrium de la Villa, no habían dejado indiferentes a nadie, ni siquiera a un curtido general, como era él. Detrás suyo, había alguien, pero eran figuras difusas para Cornelia, sólo le veía a él. La tomó en sus brazos e inmediatamente se percató de que algo iba mal. Ella, le miró a los ojos, transmitiéndole todos los sentimientos que la embargaban y Pompeyo, no dijo nada. No era necesario. Tomó sus heridos brazos entre sus manos, mirándola con tremendo pesar pero comprendiendo. En un dulce abrazo, aparentemente imposible para un hombre de su talla y fuerza, la estrechó y escuchó su último suspiro, la llamó varias veces y cerró y abrió sus ojos en tres ocasiones, como mandaba el Mos Maiorum, pero era definitivo: Su amada había muerto.

Una neblina plateada surgió de los pálidos labios: Era el Genius de Cornelia, que partió hacia el Tártaro, en donde su amado Dios la esperaba satisfecho, aunque rabioso con el resto de la humanidad.

Pocos lo sabían pero gracias a la brecha que se había abierto esa noche con el rito y unos años antes, con el desarreglo producido por un aparato Nazi, proveniente de otro lugar y otro momento, Saturno pudo tomar también el cuerpo de su discípula y llevarlo con él.

Pompeyo, anonadado, sólo vio como el cuerpo se desvaneció en la nada más oscura que jamás presenció. Aterrado y triste, fue a buscar a su suegro Metelo, que preguntaba incesantemente por su hija, y solo pudo decirle que ya no estaba entre ellos.

Pompeyo le reconfortó, diciendo que le protegería en el exilio y el optimate, comprendió que sus planes debían de olvidarse y se resignó a su amargo destino.

Los invitados comenzaron a abandonar la Villa, mientras Atia intentaba que los esclavos no huyeran y las cosas volvieran a su cauce. Octavio, que aquella noche había madurado de repente, le ayudó con todo y recibió una mirada de gratitud de la matrona, de esas que no solía prodigar. Pronto, sería educado por uno de los mejores senadores de Roma, Quinto Cicerón, que no sólo tenía fama desde que gestionó la campaña al consulado de su hermano Marco, sino que también era un gran militar. Así, el joven, tendría una educación más completa, que le proyectaría a un futuro más prometedor aún.

En la cabeza de Atia, bullían las ideas y los proyectos, mientras la actividad en la Villa no paraba. Octavio y Octavia en manos de los Cicerón, hecho que les ayudaría enormemente. César, probablemente, incluiría al joven en su testamento y ella, con un nuevo semental en la casa, Nemo, el joven gladiador galo, que a buen seguro iba a conseguir, pues era mucha la suciedad que rodeaba al cónsul Claudio Marcelo. Un divorcio rápido de Octavia, su matrimonio con Marco Cicerón y un buen pacto respecto al esclavo, harían que se tratase al desgraciado cónsul mejor de lo que merecía. Al final de todo, no había sido una mala noche para Atia, pues ni siquiera Calpurnia o Servilia, se habían podido interponer en sus planes. Y tras la falta de Cornelia, quedaría otra vacante en las adoradoras de Venus, que propiciaría que su amada Octavia, entrara pronto en sus filas.

Cuando Atia por fin pudo darse un baño, antes de intentar caer en los brazos de Morfeo, recordó con melancolía y placer las caricias del galo, ansiando más de lo poco que habían tenido la oportunidad de tener. Era uno de los mejores recuerdos de la recepción tan agitada que había habido en su Villa.

Pero en el fondo y a pesar de todo lo malo pasado aquella fatídica velada, sabía que los invitados nunca olvidarían aquella recepción y en su fuero interno, se enorgullecía. Atia sabía cómo ser una anfitriona. Sonrió…

A la mañana siguiente de esa Noche de Saturnalia, cuando Apolo Phebo retomó de nuevo las riendas del cielo, Rufo meditaba sobre los hechos acaecidos hacía apenas unas horas…necesitaba ordenar sus ideas y tomó una tablilla de prácticas de Octavio y comenzó a garabatear…

La mañana amanece cálida, los pájaros cantan, las ardillas corretean por los árboles de Villa Atia, solo un circulo calcinado, pues negro sería decir poco, en la puerta de entrada da a entender que allí algo había pasado. El día anterior había empezado prometedor, justas, gladiadores, juegos, fue un placer ver como los Dioses me daban su bendición para poder ganar en el equipo de Catón, también supongo que algo tendrá que ver el elegido de Marte, Tito Pullo. Me alegro mucho porque lo hayan ascendido a centurión, era algo que se merecía.

Tuve muchas charlas divertidas por la tarde, la de Nemo el gladiador fue una de las más interesantes, le convencí para que montara un Ludus si conseguía la libertad, “yo mismo te haré una ceremonia de inauguración” le dije, la verdad es que quería sacrificar un toro para Marte, excelente animal para una situación así. Estoy seguro que si le dejan libre será un gran entrenador.

También fue divertida la conversación con Mecenas, había hablado con mi esclava momentos antes y le había hecho pensar en una visión bastante diferente de los esclavos de la que él tenia, pero claro un comerciante como él, sólo ve monedas allí donde mire, así es difícil convencer a nadie.

Y llego el gran momento, estaba un poco nervioso, nunca había estado en un ritual de sacrificio con el Pontifex Maximus, todo un honor sin duda, y además con lo más granado de la Republica Romana, los senadores más famosos de toda Roma, sus mujeres, la Reina de Egipto en persona, ¿qué más se puede pedir?, ¿qué más se le puede dar a los Dioses?, y ahí llego el desastre, César clavo su daga en el corazón de la bestia y cayó desplomado a mis pies, poco pude hacer en ese momento, luego recé junto a él, pedí la salvación de su alma a Júpiter y se la concedió. En agradecimiento, Cayo Julio César General de la Decimotercera Legión Romana y Pontifex Maximus, me concedió el honor de darme el dinero para poder pagar una correcta educación para mi hijo. Quizá en Roma y si fuera posible, con un viaje a Atenas cuando fuera algo mayor. El pensar en Atenas, me hizo acordarme de la libertad de mi esclava Kassandra, excelente adivinadora griega y que después de lo que ha hecho esta noche se merece la libertad y mi bendición, para todos aquellos que la rodean. Supongo que con lo bien que se lleva con mi hijo será una magnifica anfitriona cuando estudie en Grecia.

Después del incidente con César, todo fue demasiado rápido, después de que los dioses me hablaran y me contaran lo del culto a Saturno, había que moverse muy rápido para encontrar a los culpables. Gaia parecía la más indicada para ser una cultista, con padre filosofo y hermano legionario, que volvía sano y salvo de varias batallas milagrosamente. Hubiera sido la mar de lógico que hubiera vendido su alma a Saturno, pero no fue así, y con la ayuda de la Sibila logramos entonces ver que era Cecilio Metelo y su hija Quinta Pompeya.

La búsqueda fue despiadada por todo el recinto con la decimotercera y Gordiano ayudándonos pero todo fue muy difícil, las nubes tapaban la luna que nos daba la luz, y las estrellas cambiaban de rumbo con los acontecimientos. Con todo esto, decidí que era el momento de dar un paso al frente y empezar a buscar por mi mismo el escudo de Perseo, aquel con el que destruyó a Medusa. En una de esas búsquedas y notando el mal por la zona de la entrada, me crucé con Marco Antonio y con Cleopatra, la mera visión de Cleopatra siempre era perturbadora para mi, una sacerdotisa de Isis en tierra romana, por alguna razón había algo que no me gustaba, además la Sibila me había avisado que no debía haber un hijo de la relación entre Roma y Egipto, así que los asusté un poco y les hice volver. No era un buen momento para ir solos por el camino y casi sin luz.

El amanecer cada vez estaba más cerca y con ello, yo creo que llegó el peor momento de la noche, unos lemures que presagiaban una maligna llegada y Casio, senador romano que yacía muerto en el despacho donde minutos antes habíamos estado invocando dioses. Mors sobrecogía la casa y hacia que la Pax Deorum cada vez fuera más difícil. Catón le echaba la culpa a Marco Antonio y por ende a César, juntos se reunían en el momento que más falta me hacían, necesitaba el poder del César para invocar el poder de los Dioses al Lituus, mi pequeño cayado mágico de madera. La idea era poder usarlo para encontrar el escudo. Por desgracia el hechizo falló, no teníamos poder suficiente entre todos para hacerlo, aunque por suerte, encontramos los cuerpos de los malvados hijos de Saturno paralizados, porque la Sibila se había sacrificado por conseguirlo.

Más tarde los terremotos empezaron a llegar a la villa, los Dioses me pedían a gritos la Pax Deorum, convoqué a todos los allí reunidos y di por comenzadas las votaciones. Subió al estrado conmigo el cónsul del año, Claudio Marcelo, y empezaron las proposiciones para votación También subieron los hermanos Cicerón, comentaron un pacto de estado, que ya me habían adelantado durante la cena, por el cual César disolvería la XIII, sería nombrado cónsul y no podría ser juzgado por los hechos.

La votación fue bastante favorable, luego se votaron otras cosas con menos trascendencia a mi parecer, como que se le asignara la victoria a Cicerón, que fue denegada o que las mujeres tuvieran más representación en Roma, algo bastante justo y lógico, pero que no llegó ni a votarse.

Luego hubieron unas ciertas acusaciones entre Octavio y César contra el cónsul Marcelo pero enseguida subió Fausto Sila para acusar a los otros, lo normal en el senado romano, y cuando por fin todo parecía que se restablecía, que la Pax Deorum se había conseguido, un mal aterrador hizo sonar las puertas: Saturno en su forma viva, con el aspecto de un hombre extremadamente alto, delgado y fuerte, con la cara desencajada de rabia, chillaba sin cesar con una voz atronadora que iba a ser nuestro fin. El miedo era algo que se mascaba en el ambiente, pero los Dioses nos habían avisado que debíamos juntarnos todos, y así hicimos.

La Sibila, Kassandra, César, Atia, Gaia y yo, hicimos un círculo donde logramos meter al Dios y mandarlo de nuevo al Tártaro, el más profundo y oscuro de los niveles del Inframundo, aunque me pareció entrever a una sombra a su lado y las cadenas que lo sujetaban, ya no eran tan fuertes como antes. Espero equivocarme.

Por supuesto, no lo hubiéramos logrado sin la ayuda de los demás Dioses Olímpicos, porque sino el fin de Roma hubiera llegado. Ya lo pronostiqué cuando avisaron que dos niños habían sido secuestrados, la historia de Rómulo y Remo a la inversa, el fin de la República y de todo aquello conocido estuvo muy cerca, pero por Baco¡¡¡¡, hoy celebramos en el desayuno con vino que la vida sigue, y que los Dioses siempre nos ponen a prueba, así que cuando vuelva a casa, pienso sacrificar al menos 10 reses a Júpiter por ayudarnos, otras tres a Saturno, a ver si así se queda un poco más calmado, 2 elefantes, que ya veré de donde los saco, a Venus, no puede ser que la religión egipcia tenga más importancia que la nuestra propia, y 10 gallinas a Baco, por este vino tan bueno que estoy degustando ahora en Villa Atia.”

Marco Valerio Mesala Rufo MVMR

“Vivir con poco”

Tras poner su firma, lo releyó y vio que nadie debía de leer aquello. Con un gesto firme, rascó la cera y nadie pudo leer jamás aquellas líneas, excepto los dioses, que lo miraban sonrientes, en sus tronos criselefantinos, orgullosos de su papel en todo lo ocurrido.

Tras escribir aquello y tomar un copioso desayuno, Rufo iba recuperando la calma. Su acercamiento a César, le había reportado ventajas, como contar con los Cicerón para la educación de su amado hijo Mesala. Compartiría sus enseñanzas con Octavio, un muchacho maduro y buen romano, de los que tanto escasean en la actualidad. Seguro que harían buenas migas. En cuanto a la bella Kassandra, no sólo había demostrado sus dotes físicas, sino su saber hacer con los patricios y sus conocimientos arcanos. Podría convertirse en esposa de cualquiera, y los dioses saben que si estuviera soltero, no se le escaparía. Pero decidiría ella. Le concedería la ansiada libertad, como mandan las tradiciones de las Saturnales y ella sería por fin, dueña de su futuro.

Mientras, en algún lugar más allá del Rubicón…

(Para leer este fragmento, el autor recomienda escuchar esta música de fondo.)

http://www.youtube.com/watch?v=vl5McGN2L-E

Nieva ligeramente cuando el séquito de César llega al acantonamiento de Illirium donde se haya estacionada la XIII legio Gémina, del senado de Roma, o más bien del Paterfamilias Julio. Las pisadas de los cascos de Genitor, esas curiosas manos, rompen la escarcha acumulada sobre el suelo. Gira la cabeza y ve el símbolo del águila recién recuperado, orgullo de su legión, detrás de el su fiel magíster equituum Lépido, y entre algunos soldados destacados el primum pillum Voreno y el centurión recién ascendido, Pullo. Más allá carromatos de provisiones y Posca seguramente dormitando en uno de ellos, pues son pocos los momentos en los que no es requerido.

César alza la mirada al plomizo cielo, y algunos copos de agua nieve se posan en su rostro, cierra los ojos y su mente se evade a los campo de la Galia, donde todo era más fácil, el enemigo estaba delante y los aliados flanqueándote. Han sido ocho años, muy pesados lejos de su amada Roma, pero extrañamente los sigue añorando.

Cuando llega por fin a los límites del campamento, los legionarios salen de sus tiendas con un clamor atronador, le hacen un pasillo triunfal y vitorean su cognomen, que se convierte en una inusitada tempestad que ovaciona la llegada del águila.

Sabe que estos hijos de la República se merecen un triunfo, pero la gloria de un día es efímera, mientras que una política correcta les llevará a un futuro mejor para ellos y sus familias, es lo mínimo que se merecen por tanta sangre derramada por él y por Roma.

Les devuelve el saludo con una sonrisa en el curtido rostro y los soldados rugen en respuesta. Ni la nieve ni las pasadas penurias de la guerra, son ahora recordadas.

Sale a recibirlo Marco Antonio, su prefecto preferido, al menos hasta las Saturnales, le atiende cortésmente desde su caballo, pero le dice que está cansado, que hablarán después, nota en su cara ansiedad y necesidad, pero no puede ceder, puesto que es sólo parte del castigo que tendrá que afrontar, por tomar sus ordenes de manera tan impetuosa. Realmente le respeta y lo necesita pero no debe tolerar ciertos comportamientos indisciplinados por el bien de los difíciles días que quedan por venir.

La nieve les da un respiro y los soldados poco a poco, vuelven a sus puestos, comentando la llegada de su general y del águila. Desean saber qué destino les aguarda, pero saben que deben de esperar. César pronto les dirá el siguiente paso. Ellos confían en él, tanto como él en ellos.

Entra en su tienda. Un esclavo le limpia los pies con agua caliente mientras se despoja de su loriga, chasquea los dedos y otro desaparece en busca de Posca. Le sirven un vino con miel caliente, y se sienta a degustarlo en un triclinio con actitud pensativa a la espera de su amigo. Posca aparece con unas tablillas de cera.

-“Estos han sido días extraños, necesito reorganizar mis pensamientos Posca, escribe lo que te dicte para que pueda después reflexionar sobre ello…”.

Estamos en el año 1943 d. C., Himmler, un alto oficial del tercer Reich recibe unos documentos extraños de un contacto suyo en la región de la Toscana, donde se están realizando unas excavaciones, parecen ser de hace unos 2000 años y son reflexiones sobre el mas glorioso general romano, Julio César. Ávido de conocimientos, comienza su lectura, aunque el latín no es su fuerte. Cuando termina queda estupefacto, así que las más de 50 páginas en un papiro atado con lo que parecen correas de cuero, son enviadas a un traductor de confianza, para hacer un resumen y presentárselo al propio Führer, puesto que no le coincide con gran parte de lo que se sabía hasta ahora sobre aquella época. Estos son los papiros y sus extractos en alemán, que yacen en un lugar desconocido, puesto que fueron considerados apócrifos, no tomados en cuenta o bien el desvarío de algún loco o algún genio, quien sabe, pues esta historia se perdió en la noche de los tiempos.

Conclusiones de las Saturnales.

-Sobre César.

César pretende hacer un triunvirato junto a Cicerón y a Pompeyo. Con ambos tiene una declaración firmada de colaboración, piensa presentarse en coalición para el consulado del año que viene con Cicerón, el ganar es cosa hecha: por sus propias influencias y las de sus aliados (el poder femenino -Servilia, Calpurnia, Cleopatra-, el de los pensadores –Ático-, el de los augures –Rufo-. Piensa cumplir con todos y cada uno. También con los apoyos de Cicerón (el de la abogacía y los caballeros), además es el hombre más rico de Roma tras su vuelta de las Galias, y tiene unas cuantas legiones a su mando, que siempre son poderes más que convincentes y dan apoyos. Piensa en licenciar sus legiones sí…pero no hasta después de haber sido elegido cónsul. César si algo no es, es tonto y sabe que los optimates tienen ases en la manga de sobra para hacerle morder el polvo ante cualquier descuido. Sabe que tienen una carta o algo que le puede incriminar (la de Casio), pero de ser acusado piensa sobornar a los jueces y utilizar de abogado a Cicerón, con el éxito asegurado, aunque si sus planes iniciales salen bien, no será preciso. Sus legiones serán licenciadas al menos en su mayoría. Pero piensa dejar campamentos dispersos de legionarios pagados por él, para que a una orden suya pueda disponer de 2 o 3 legiones de veteranos, por supuesto la 10ª y la 13ª están en este saco, mientras se hace el remolón con el resto puesto que están muy alejadas de Roma y hay que dejarlas bien contentas. Nadie quiere mas bandidos en las vías de Roma. Si al final nada de esto funciona se retiraría hacia el campamento de su legión y cruzaría el Rubicón. Sabe que no hay poder terreno que detenga al hijo de Venus Victrix, y al campeón de Fortuna.

En su consulado derogará la ley de Pompeyo de 5 años para obtener el proconsulado, en vías de tener Imperium al año siguiente, a la espera que el poder optimate se marchite en sus propias intrigas y corrupción. Según lo que pase se quedara en Roma o marchara de guerras. A Pompeyo le reclutará alguna legión y lo destinará a la Germania, donde podrá ganarse sus triunfos y oro como el gran guerrero que es. Promulgara leyes populares (las que están en su programa) e intentará hacer a sus enemigos sus amigos.

-Sobre Marco Antonio.

César no quiere que sea declarado culpable. Puesto que le salpicaría al final si al final se produce una acusación pretende poner todo su empeño (oro y relación con Cicerón) para declararlo inocente.

-Sobre Servilia.

Le debe una visita, ella le ha estado esperando 8 años y él no pretende decepcionarla, el también la desea y desea la paz que ella le proporciona, eso sí, siempre discretamente.

-Sobre Calpurnia.

La mujer del César no solo debe ser casta si no además parecerlo, para ello la colmará de atenciones y regalos y no hará nada que le haga parecer demasiado sospechoso respecto a sus amoríos, con los límites que suponen la política y sus ambiciones personales. Viajara de nuevo al oráculo donde la Sibila le comentó que podía hacer algo más por que engendrara un vástago.

-Sobre Cleopatra.

La desea y quiere entablar una provechosa relación con ella, viajará a Egipto en cuanto pase su elección a cónsul, para demostrarle la “amistad” del pueblo romano, la favorecerá en lo que pueda mientras sea un quid pro quo razonable, no esta dispuesto a dejarse embaucar por sus muchos hechizos y cualidades que posee. Pero tampoco quiere desperdiciar una oportunidad de una relación con la hija de Isis. No dejará que nadie se entrometa en esta oportunidad. Actuará con todos los medios a su alcance, o es suya (o Egipto) o no será de nadie.

-Sobre Catón y los optimates.

Piensa que están corruptos hasta la medula (los segundos) o que es muy idealista (el primero), alejados de las necesidades y de la realidad que necesita Roma, intentará hacerlos sus aliados mediante el dinero o favores. Pero será muy duro si no cumplen sus exigencias, siempre sin sangre. Piensa en eliminar la corrupción completamente del senado (y de paso a los insidiosos optimates), pero suavemente si es posible.

-Bruto y Octavio.

Lo siente por Servilia, pero Bruto le ha decepcionado totalmente al poner por delante a la republica, antes que a su propia familia y a las tradiciones romanas. Piensa tratarlo como a un optimate más, derogando su favor en Octavio, que tendrá como tutor a Quinto, para que le enseñe las buenas costumbres romanas y que descienda su ansiedad y ambición, así, cuando él falte, será un digno sucesor suyo.

-Mecenas.

Como dijo, no se olvida de él y hablará con Cleopatra para atender a sus ambiciones, siempre que él le apoye en los días que vienen.

-Pompeyo y Cicerón.

Pretende tener un trato justo con ellos y, siempre que no le traicionen, será generoso y ecuánime. Pretende con esto tener unos años de tranquilidad y prosperidad para él y para Roma, como en los tiempos de Craso o incluso mejor.

El Führer no da crédito a los textos que lee, completamente diferentes a la historia que le enseñaron. Le agradece a Himmler su trabajo, pero le dice que puede disponer de ellos. Que se dedique más al ocultismo, que es lo que más le interesa ahora.

Fueron pasando por varias manos, pero nadie los creyó, aunque su aspecto y la inconfundible narrativa de César, demostraba su antigüedad. Al final, cayeron en manos de una bella joven, que tenía los mismos ojos misteriosos de su madre y la astucia y gran físico de su padre. Los miró sonriente, pues no fue nada fácil conseguir los pergaminos bautizados como “Apócrifos de César”. Los leyó y releyó, mientras una lágrima caía por su rostro y manoseaba un recuerdo familiar. Los guardó bien en una caja de marfil, que consultaba cada cierto tiempo con añoranza, esperando que algún día fueran aceptados por los historiadores.

Roma, diciembre del año 51 a.C.

Marco Tulio Cicerón: No comí nada después de esa última cena en Villa Atia. Tenía el estómago revuelto por los acontecimientos sucedidos en esa velada, y decidí irme inmediatamente tras las despedidas formales con los que aún quedábamos allí. Tuve suficiente tiempo para intercambiar palabras con César y Pompeyo, en algo que definió lo que tal vez sería el futuro. Marco Antonio había huido después de haber sido informalmente acusado del asesinato de Casio. Casio estaba, evidentemente, muerto. Otros habían desaparecido sin dar señales de vida, y Saturno (o la macabra broma de Atia, fuere lo que fuere) ya habían acabado. La reunión había sido parcialmente exitosa, aunque grandes cosas se habían perdido. Casio, amigo optimate, aunque con una relación fría, había muerto. Las relaciones y las charlas mantenidas con él durante esa velada me confirmaron sus buenas intenciones de evitar la guerra contra César a toda costa, y se había puesto de acuerdo en apoyar a los Tulio en sus intenciones.

Hice el camino de vuelta a Roma en silencio. Simplemente le pedí a Quinto que me contara sus planes, ya que me interesaban, tanto como hermano como político. Parecía estar ausente, pero los que me conocen saben que realmente no lo estoy. Tanto Tirón, mi secretario personal como Quinto, mi queridísimo hermano me conocían en ese estado, y sabían que, con el tiempo, se me pasaría. Caminé con la compañía más de lo habitual, ya que no podía estar sentado. Necesitaba ejercitar mi mente, y la única manera era a base de ejercitar el cuerpo. Como de costumbre, entré andando en Roma, aunque esta vez sentía un vacío que, pese a no ser la primera vez, parecía extraño, único. Un estado de solitud en la muchedumbre en el que sólo algunos destacaban. Quinto. Tirón. Tulliola. Incluso Catón, con su apoyo.

No me preocupaba especialmente un ataque directo a Roma, o al menos no aún, ya que había sido suficientemente audaz para vincular a Pompeyo y al Cónsul a mandar alertar a las tropas en Roma, en caso de que Marco Antonio hubiera huido a poner en pie de guerra a la XIII Legio.

Me sentía especialmente culpable de haber ignorado la amenaza de Marco Antonio a Casio, pero era una de tantas que no había suficientes pruebas de que esta vez iba de verdad. Gracias al Cónsul y a Catón había pruebas escritas de esas amenazas, con los que sería más fácil juzgarle. No estaba contento con la actuación de Marco Antonio, pero estaba más enfadado con la posible cooperación de César en el asunto. Era un asesinato innecesario, que no beneficiaba a nadie, y que simplemente ponía más presión en nuestra alianza con César. Además, había acelerado mi plan de acción, cosa que me llevó a mencionar algún comentario del que tal vez me debería retractar en un futuro.

Mi mente divagaba otra vez. El estómago se me revolvía, y no ayudaba el horrible camino en el que me encontraba. Por suerte, no había bebido ningún vino turbio, con lo que descartaba la posibilidad de envenenamiento. Era lo normal. Mi estómago nunca había sido mi punto fuerte. Por suerte, ya estaba más cerca de casa. Ya se la veía ahí, en el Palatino.

Me arrepentía del apalabramiento que hice con Catón de juzgar tanto a Marco Antonio como a César, ya que en ese momento no había hablado aún con ambas partes, ni con mi hermano Quinto, para indagar qué hacer en esa situación. Juzgué de forma errónea que lo correcto sería cortar todos los lazos con César, ya que su testigo en nuestro pacto iba a ser juzgado por el asesinato de un senador romano. Lo que no tenía en cuenta es que teníamos un quinto testigo: Quinto. Él siempre tan atento a las minucias, y siempre preparado para las eventualidades que pudieran suceder. Eso significaba que el contrato con César no se rompía, y por tanto íbamos a apoyar su candidatura a cónsul in absentia. La votación en Villa Atia confirmó esa candidatura, cosa que me alegró. Tengo que reconocer aquí por escrito que la forma en la que dialogó con César es digna de elogio. Veo y tengo esperanza en su futuro en política.

La traición de mis “colegas” optimates fue un duro golpe para mi moral, hecho que me ha hecho plantearme el cortar algunos lazos de amistad. Fausto, Ático y en menor medida Rufo y algunos otros se abstuvieron en la concesión de mi triunfo, y de forma humillante. Estaba solo en la infinidad de Roma. La gente volteaba a mi alrededor, vendiendo y comprando esclavos, guadañas, tintes, ropajes, votos, puñaladas, vetos, rosas. Así era Roma. Un continuo misterio del que he aprendido una lección importante: no puedo confiar en más que en unos pocos.

Al final llegué a casa. Estaba vacía. Preocupado, indagué. Tulliola había muerto.

Lloré.

Tirón estaba para consolarme. Mi único lazo de unión con la realidad se había desvanecido. Mi amor, mi primogénita, mi hija, había muerto a manos de una enfermedad que llevaba tiempo padeciendo. Terencia pensaba que era mi culpa. No estaba de acuerdo con el curso de acción a tomar. Su insolencia se hacía más y más insoportable. Con la muerte de Tulia no me vinculaba nada a ella. Simplemente debería devolver la dote y todo resuelto. ¿Por qué Terencia me culpaba de la muerte de Tullia? ¿Por qué se me culpaba de una acción de la naturaleza? ¿Por qué las mujeres culpan a los hombres de sus propios fracasos? Si ella hubiera cuidado de la pobre Tulliola nada de esto hubiera pasado. No había motivo para retrasarse.

Íbamos a aliarnos con César y Pompeyo, estrechar lazos de amistad con los Julios, y, tal vez, juzgar a Marco Antonio.

Mi intención no era juzgar a Marco Antonio, sino llegar a un pacto de caballeros con él para intentar hacer que se olvidara de su enemistad para conmigo, ya que pese a haber matado al marido de su madre durante la Conspiración de Catilina, imaginaba que una reconciliación era posible aunque el precio a pagar (por mi parte) fuera el ignorar el asesinato de Casio. Si Catón decidía perseguir ese asunto, ese sería su problema. En caso de que se me pidiera, podría llegar incluso a defender tanto a Marco Antonio como a César, ya que eran mis nuevos aliados políticos. A mi pesar, Catón estaría decepcionado conmigo. Por suerte, no sería la primera vez. Ya había cometido un error garrafal con Catón al sugerir, tanteando junto con Casio, Bruto y el Cónsul nuestras opciones políticas, el comprar los votos que él pudiera necesitar para llegar al consulado.

Las memorias de antiguas alianzas y traiciones, abandonos y ostracismo hacia mí me hacían buscar un grupo al que consideraba “mi grupo”. Después de esa reunión no tardé en darme cuenta de que estaba solo, bueno, siempre tendría a mi amado Quinto.

Afortunadamente, después de la aparición de Saturno (o lo que fuera esa pantomima) tuve ocasión de hablar con César y Pompeyo, y parecía que esa alianza era tanto un ejemplo de estabilidad política, como la única solución para evitar la guerra. Buscaríamos el Triunvirato, y contaríamos con los apoyos de los populares y los moderados, las mujeres y los augures, y los artistas y mercaderes como Ático y Mecenas: El triunvirato sería la solución a tomar. No haría contentos a ciertos elementos del Senado (Catón), pero si queríamos evitar la guerra, ese debía ser el camino a recorrer.

El desarrollo de acontecimientos durante esa velada fue afortunado, en cuanto a que ciertos eventos mejorarían la situación de la familia Tulio: Rufo, en un principio, había pedido que hiciera de mentor de su hijo, que acepté encantado diciéndole un “mándale por mi casa del Palatino”. A partir de ahí se convertiría en mi alumno. Mecenas estaba interesado en el método de escritura de mi Tirón, con el que estaba seguro de poder intercambiar influencia para nuestro triunvirato. Ático, desafortunadamente, estaba frío y distante, y aún no sabía el porqué. Tanto Gaia como Gordiano, conocidos y amigos, habían estado distantes. Octavio había obtenido el permiso de su madre para tomar a mi hermano Quinto como mentor, lo que indudablemente estrecharía las relaciones entre familias. La muerte de Tulliola, el desfalco del Cónsul y su posible exilio y, finalmente, el divorcio con Terencia, me permitirían pedirle a César la mano de Octavia, liberándola así de las fauces de ese pervertido Cónsul.

La relación con Terencia había decaído en los últimos años, sobretodo después del exilio, ya que ella seguía echándome en cara que todo era mi culpa. Nunca me perdonó el que no me hubiera suicidado tanto físicamente como políticamente, incluso cuando vestí de negro en el foro y me arrastré pidiendo ayuda. Una escena lamentable, pero me demostró tanto a mí como al mundo que no tenía amigos entre los poderosos, a los que tanto aspiraba a complacer. Ya había estado considerando divorciarme de ella (al fin y al cabo no necesitaba tanto dinero como cuando me casé con ella), y hablé a César de casarme con Octavia, que muy posiblemente se hubiera divorciado de su desgraciado marido. La muerte de Tulliolia, mi amor, cortó finalmente los lazos con Terencia. Octavia sería mi esposa, y nuestras familias estarían más unidas que nunca.

Quinto debería de encargarse de la educación de Octavio y los Rufos, mientras que Tirón se dedicaría a mejorar el sistema taquigráfico con Mecenas. César tenía intención de irse de campaña militar otra vez, y Pompeyo veía con buenos ojos una invasión a Germania.

Ese sería el momento oportuno para dejar paso al otro Tulio. Me retiraría de la política tras el triunvirato, y me dedicaría a enseñar y hacer de mentor a hijos de amigos y antiguos enemigos. También patrocinaría y ayudaría a Quinto a conseguir el Consulado, ya que lo merecía. Pese a no haber conseguido en Villa Atia el triunfo para mí, no estaba desanimado con él. Esa derrota, ese cubo de agua fría a la cabeza, ese despertar a la realidad política había valido más que un Imperio. En el fondo era una victoria personal, que me permitió dar cuenta de la inestable balanza de poderes en Roma.

Los Tulio éramos los solitarios salvadores de la Patria, sin afiliación política, pero con la convicción de que lo que hacíamos era justo y necesario para evitar la guerra civil. Eso no nos convertía en populares, ni en optimates. Nos convertía en Homes Novii. Nos convertía en políticos independientes, movidos por el deseo de la Pax Romana, que lucharíamos con quien hiciera falta, contra quien hiciera falta, con el objetivo de mantener el Statu Quo por el que nuestros antepasados tanto lucharon. No había amigos, sólo la familia.

Aun así, había ciertas cosas que me dejaban intranquilo. Por ejemplo:

¿Qué era esa aparición que todos vimos claramente? Sólo los Cesaristas ayudaron a echar a la aparición de Villa Atia, que oportunamente también ayudó. Apostaría dinero a que fue un plan de César para ver lo magnánimo y bueno que es. A mí no me engañó. O eso creo.

¿Por qué los Metelos acabaron paralizados, o lo que eso fuera?

¿Qué negocios tenía Quinto con Cleopatra? ¿Qué relación tenía Ático con esto? ¿Por qué Gaia había estado tan distante, después de haber charlado con ella durante horas?

¿Por qué la Sibila me comentó, medio riendo, medio seriamente, que estaba muy decepcionada conmigo? Sentí un escalofrío cuando me lo mencionó durante las votaciones, y no tuve ocasión para preguntarle. Hubiera querido mantener una larga conversación con ella, pero me fue imposible debido a los verdaderos problemas que había que resolver en esa velada: mantener la Pax Romana.

No podía aguantar más. No podía dormir, no podía quedarme en casa. Tenía que andar. Paseé por el Palatino, por la villa que perteneció a Clodia. Bajé por la Rampa, y crucé la Subura. Era demasiado tarde ya, y los prostíbulos estaban ya cerrados al igual que casi todos los locales, excepto los de los Collegia Compitalia, en donde vi un par de figuras haciendo una libación a los dioses, pero al que iluminaba la antorcha, no tenía muy buen aspecto y seguí adelante. Encontré por casualidad un antro aún abierto, y pedí un vino. Me revolvió la digestión, e hizo que el mundo me diera vueltas. Salí tratando de orientarme, confundido por las primeras luces del alba. No era demasiado tarde, era demasiado pronto. Catilina andaba conmigo. Clodio andaba conmigo. Craso andaba conmigo. Sus lémures me perseguían por el foro, intentando atormentarme por mi pasado. Intenté defenderme, pero eran demasiado rápidos. No tenía ningún arma tampoco. Algo me golpeó en el costado. Era una de las columnas del Tullianum. Allí estaba yo, de espaldas, bloqueando la entrada. Mi otro yo se giró, sosteniendo a la pequeña Tulliola justo al haber nacido, llorando. Me horroricé ante lo que iba a hacer, e intenté pararme. Catilina se burlaba de mí. Clodio intentaba ponerme la zancadilla, mientras Craso me agarraba de la toga. No pude evitar ver cómo le arrancaba la cabeza a mi propia hija, y cómo luego echaba el cuerpo a un lado, mientras gritaba “Vivió!, Vivió!”, haciéndome eco de mi propio “Viverunt” al haber garrotado a Catilina. Tropecé y me caí al suelo. Mi otro yo me señalaba con el dedo acusador, mi propio dedo, y gritaba “Traidor, Traidor!” Terencia se unió a las burlas, y así lo hizo el grupo de espectadores.

Alguien me abofeteó. Tirón. Me había estado siguiendo desde que salí del antro de mala muerte, y había intentado pararme. A nuestro alrededor había un círculo de gente, mirándonos atónitos. Por suerte no me habían reconocido, o eso creía. ¿Había sido un sueño? ¿Había sido de verdad? ¿Qué significaba?

Tenía el estómago revuelto. Esa era la única certeza.

Mientras, Quinto Tulio Cicerón: Recién llegado a Roma, sumergido en el bien merecido baño caliente para quitarme el polvo del camino recorrido desde Rávena, tras la intensa celebración de la Saturnalia en Villa Atia, residencia y referencia de los Julia, y a falta de varios días para la reunión del Senado, dejo que mi mente se deleite en los eventos que allí han tenido lugar, regocijándome en los detalles.

El reencuentro con mi hermano al que, a pesar de las cartas en la distancia, añoraba profundamente, como a quien le falta una parte de sí mismo. Ese vacío que crea la separación queda cubierto con creces en su presencia… es innegable que la unión de los Tulio es un estado que trasciende la norma de Roma donde, desde hace ya tiempo, no hay hombre que no tema la traición de su hermano, su padre o su hijo. Una vez más, hemos reafirmado nuestros lazos y nos hemos hecho más fuertes con ello.

El reencuentro con mis compañeros de armas, del tiempo que pasé en las Galias, pero sobre todo César, cuya persona me seduce (como a muchos otros, diría yo) y, pese a sus en ocasiones poco ortodoxos métodos, sus revolucionarias ideas pueden devolver a Roma su perdido esplendor. Es digno de un líder como él, el ser capaz de escuchar y comprender los argumentos que existen en su contra, y saber aceptar soluciones de compromiso haciendo concesiones, cuando así se requiere, a quienes se le oponen.

Resultó estimulante ver cómo cambió el cariz de nuestra conversación con César a medida que le exponíamos cuales eran las ilegalidades que el Senado, empujado principalmente por Catón y sus seguidores, esgrimían frente a él; de cuáles deberían haber sido los pasos correctos para no haber incurrido en tal ilegalidad, y cuáles eran las opciones existentes para lograr un compromiso que pasase por evitar cualquier derramamiento de sangre, la guerra civil. Una fructífera conversación desde el momento en que, guiado de nuestras palabras, César pidió la ayuda de los Cicerón y ofreció la candidatura conjunta al consulado a mi hermano.

Y he aquí la propuesta de los Tulio: conseguir que el Senado aceptase la candidatura “in absentia” de César y él, a cambio, renunciar al Imperium y a reclamar cualquier Triunfo relacionado con la campaña de las Galias, así como licenciar a sus tropas. Cuando César aceptó tales condiciones, vi claramente que el cielo se abría ante nosotros mostrándonos el camino hacia una nueva era… y tomamos ese camino.

Gracias a lo aprendido de mi hermano, no me fue difícil construir un argumento que, salvo al inflexible Catón, sembrara la posibilidad de acuerdo con César entre los principales Senadores Optimates (e incluso el actual Cónsul). De hecho, sonreía para mí siempre que, después de dar las explicaciones oportunas a unos y otros, era punto común entre los óptimos el pensar que César jamás firmaría un documento reflejando semejantes concesiones, y era digna de ver la expresión de sus caras cuando, con total seguridad y confianza, les aseguraba que esa no sería una tarea que se me pudiese resistir, siendo más complicado el hecho de que todos los Senadores (incluso los de una misma facción) se pusiesen de acuerdo sobre ello.

Hábilmente expuse todo lo hablado con César, añadiendo ciertos matices que sabía que la facción optimate valoraría positivamente: insistí en que la concesión del Triunfo a Cicerón por la victoria en Cilicia ante los Partos permitiría eliminar de la ecuación una de las pretensiones de César dado que, legalmente, no pueden celebrarse dos triunfos al tiempo y el Senado dispondría de la excusa legal apropiada para negarle el suyo a César. Asimismo, conceder la candidatura “in absentia” le permitiría a César tener inmunidad política hasta que se celebrasen los comicios pero, una vez celebrados éste dejaría de tenerla (salvo en caso de ganar) y podría ser juzgado. Incluso en el “caso peor”, César estaría un año como Cónsul y luego, al dejar el cargo, se le podría juzgar.

Aduje que, incluso en caso de que César promulgara una ley que lo absolviese y amnistiara de las ilegalidades cometidas, tal ley se podría revocar por el siguiente Cónsul, indicando como precedente el caso de mi propio hermano en relación a la conspiración de Catilina. Con ello, bastaba con colocar un “hombre fuerte” como Cónsul colega de César, alguien que no le permitiese ejercer un control absoluto como pasara con el padre de Calpurnia durante el consulado de “Julio y César”, que no tuviese reparos en plantar cara y frenar a César, y siempre bajo el apoyo de los optimates. Para tal puesto, a sabiendas de los reparos que ello causaría, propuse a Pompeyo, dejando que fuesen los propios óptimos quienes lo rechazasen y presentando entonces a mi hermano como alternativa válida dado que, con el apoyo de los optimates y dada la influencia ejercida sobre el sector neutral del Senado por Marco Tulio Cicerón, en caso de ser colega de César siempre dispondría de muchos más votos que éste a la hora de promulgar leyes (o vetarlas). Tal argumento cuajó entre los Senadores, aunque con ciertas reticencias, pues consideraban que César no debería llegar a Cónsul bajo ningún concepto, por lo que proponían montar otra candidatura fuerte paralela a la de César-Cicerón.

Una vez tanteados los senadores, en presencia de mi hermano, del Tribuno Marco Antonio y yo mismo, César firmó el documento que recogía nuestro acuerdo, sellando así un pacto que mantendría la paz en Roma. Fue grato mostrar el documento a los senadores optimates y ver sus caras de incredulidad ante tan tangible evidencia. Al mostrarles el documento, les expliqué que, ante las alternativas expuestas a César, el único al que aceptaría como colega sería a mi hermano, por su supuesta neutralidad; de este modo, forzamos a los optimates a aceptar el acuerdo que permitiría a César acceder al consulado, y a los Tulio subir como la espuma en el escalafón político y social de Roma.

Y aquí de nuevo, Marco me sorprendió con su genialidad, hablando con Octavio acerca de su educación política y sugiriéndole cambiar de tutor, buscando a alguien con experiencia política que le ayudase a mejorar y a prepararse para su propia carrera. Más tarde, mi hermano me comentó tal conversación y me animó a presentarme a Octavio para ofréceme en calidad de mentor, lo que no resultó en absoluto complicado (qué buen maestro he tenido). De esta forma, los lazos entre los Julia y los Tulio se estrecharían aún más, dejando ver a Roma que el consulado con César y Cicerón no era una simple pantomima, sino una solución de continuidad.

Pero no todo camino es llano y empedrado: la muerte de Casio a manos de Marco Antonio suponía un escollo ante todo el trabajo realizado, insistiendo los optimates (con Catón al frente) en culpar a César de ello (aparte de ciertas malversaciones, a tenor de una carta de Craso), tratando de arrastrar a Marco en una conspiración para dejar desprotegido, mediante una argucia legal, a César. Pretendían que una vez César fuese oficialmente candidato y hubiese licenciado las legiones y renunciado al Imperium (y al triunfo), el Cónsul vetase su candidatura, retirándole la inmunidad política y procediendo a su enjuiciamiento… un argumento de lo más pueril pues es obvio que César vería el asunto como una deliberada provocación, retomaría a SU ejército (tal era su influencia sobre los soldados) y se defendería entrando en Roma. Hablé con mi hermano, haciéndole ver los puntos oscuros de las intenciones optimates y acordamos que Marco les seguiría el juego, pero sin adoptar acuerdo alguno más allá del ya firmado con César.

Considerando las conversaciones mantenidas con el propio César y con Pompeyo, Marco y yo vimos claramente la posibilidad de añadir a Pompeyo en un triángulo (junto a los cónsules César y Cicerón) que obtendría la mayoría absoluta en el Senado frente a los optimates y fortalecería aún más la incipiente alianza. Así pues, los Tulio decidimos apostar a caballo ganador y beneficiarnos de ello.

Para garantizar todo esto, Marco y yo sabemos que se ha de anular el veto del cónsul a la candidatura de César, por lo que emplearemos los recursos neCésarios para asegurarnos que la mayor parte de los Tribunos se opongan a él (seguro que César estará muy interesado en ayudarnos durante semejante tarea).

Respecto al asunto egipcio, la reina (todavía con su regencia pendiente) ha resultado mucho más suspicaz de lo que imaginaba. Acudí a ella tan pronto llegamos a Villa Atia y le expuse que, como ella misma podría comprobar, había en Roma muchos intereses que abogaban por la conversión de Egipto en una provincia más de Roma, discurso que había llevado a la dilatación del proceso de ratificación de su entronización; le recordé las incursiones pasadas por figuras de renombre como César y Pompeyo, quienes hicieron caer Chipre escudados en un supuesto documento legal (recordándole que fue mi hermano quien trató de oponérseles).

También le comenté a Cleopatra que había una facción del Senado (los autodenominados óptimos) que ostentaban el poder económico y empleaban sus ingentes recursos para tratar de controlar el poder político, usando los métodos más expeditivos a su alcance para lograr sus objetivos, y que tal facción también consideraba a Egipto sencillamente como el “granero de Roma” (qué bien me vino la intervención de Cecilio Metelo durante el juego de traidores).

Así pues, la visión que le presenté a Cleopatra le ofrecía múltiples frentes hostiles, pero le mostraba una única salida viable, aliándose con el sector “neutral” del Senado (al que mi hermano y yo pertenecemos) y garantizándole un apoyo mutuo: asegurar su regencia a cambio de financiación para mantener la escena política favorable a nuestros mutuos intereses.

Muy segura de sus posibilidades, Cleopatra pidió tiempo para pensarlo mientras consultaba con otras personas. Dado el perfil por mí dibujado, Cleopatra se dirigió al Cónsul (quien ha de ratificar su regencia en última instancia), pero se mostró un tanto ambigua y reservada por lo que el Cónsul Marcelo se volvió un tanto suspicaz, cosa que aproveché para alimentar sus dudas sobre la egipcia y ofrecerme para averiguar más sobre el tema, pidiéndole que no se pronunciase ante ella mientras no tuviésemos claras sus intenciones.

En posteriores reuniones con Cleopatra, le fui haciendo veladas alusiones al testamento de Ptolomeo, dándole finalmente a entender que éste estaba en mi poder y que, con el fin de financiar el proyecto político del que le había hablado, lo usaría de un modo u otro, aunque me decantaba por hacer que siguiese en el anonimato y evitar posibles ataques y revueltas en Egipto. Ella se mostró un tanto crispada (lógico dado que sus intentos de negociación con otras personalidades no estaban resultando fructíferos), pero parecía poco decidida a aceptar mis propuestas.

Mis comentarios a César, a mi hermano y a Pompeyo sobre Cleopatra (acerca de las advertencias del augur Mesala Rufo sobre las intenciones de la egipcia, del intento de obligarme a beber de una copa de forma totalmente sospechosa, y de las ambigüedades y peligros encerrados en su discurso) fueron haciendo el resto, aislándola preventivamente de modo que, al final de la velada, accedió a firmar un acuerdo en los siguientes términos: me entregaría 200 talentos de oro y cedería en usufructo ciertas propiedades en Egipto, que servirían de base para una nueva ruta de comercio de trigo, a menor precio que el pactado con Roma, y con una cantidad mínima mensual garantizada. Este trato comercial preferente se mantendrá indefinidamente, mientras ella ocupe la regencia. Para tal trato comercial, indiqué que Ático sería mi socio y quien dirigiría el negocio, a sabiendas de que él tiene otros muchos intereses en Egipto que le supondrían también un beneficio añadido y que esto me levantaría el pesado cargo de conciencia que tengo por haberle sustraído el pergamino de su biblioteca. Durante las votaciones que se efectuaron al final de la jornada, advertí que Ático sabía ya de mi intervención en la desaparición del pergamino puesto que la propia Cleopatra le había hecho un comentario al respecto del documento que yo atesoraba (en contra de las múltiples advertencias que le hice al respecto), lo que puso a mi cuñado en mi contra (lo que quedó patente en la votación por el Triunfo de mi hermano). Aún así, trataré de razonar con él cuando las aguas vuelvan a su cauce, y trataré de enmendar lo que he hecho y mantenerle a mi lado como amigo, que es uno de los más codiciados tesoros en estos días.

A cambio, me encargaría de asegurar su regencia (cosa no muy complicada, a tratar con el Cónsul Marcelo), buenas relaciones con Roma, y beneplácito sobre el templo a Isis recientemente erigido en el monte Capitolino (asunto del que ya había hablado con Rufo, proponiendo erigir en compensación un templo a Júpiter en Egipto, y celebrar una festividad para familiarizar a la plebe con el templo de Isis y hacer que, de esta forma, no estuviese mal visto).

Para la firma de tal acuerdo se requerían dos testigos por lo que, para evitar que los testigos supiesen del testamento, nos referimos a éste mediante una signatura de referencia, una clave que se escribiría en el reverso del pergamino del testamento para nombrarlo y, al tiempo, mantenerlo en el anonimato.

Por supuesto, Cleopatra y Charmión insistieron en verificar la autenticidad del documento para que el acuerdo fuese efectivo, a lo que indiqué mi total conformidad… en el caso de que señalen su posible falsedad (posiblemente debido al tipo de papiro o tinta empleada, o incluso a su forma y expresión del contenido), indicaría que el documento fue elaborado en Roma por las partes interesadas, dado que se trata de un documento legal de Roma, y en caso de serias reticencias sugeriría la posibilidad de entregárselo a mi hermano para presentarlo durante su consulado con César (lo que supondría un impresionante golpe de efecto para el padre de la patria). Estoy convencido que, aun creyendo que sea falso, Cleopatra mantendrá el acuerdo a sabiendas que Roma no necesita gran cosa para embarcarse en algo tan lucrativo como la ocupación de un pueblo tan rico como el suyo.

Los resultados de las votaciones han resultado muy significativos a todas luces:

- La absoluta mayoría (salvo Catón por supuesto) en la aceptación de la candidatura de César, evitando así una guerra civil.

- La denegación del Triunfo a mi hermano, que le quitó la venda de los ojos definitivamente, viendo cómo los optimates, que buscando su apoyo frente a César se declaraban como “sus amigos”, no le apoyaron, dejándole claro que únicamente lo utilizan como herramienta bajo su conveniencia.

Y como no, en la mente y boca de todos está, que los Tulio han sido los mediadores en una situación tan crítica como desesperada, logrando una solución con visos de estabilidad.

El agua se enfría. La piel de mis dedos está arrugada como garbanzos…cicerones… sonrío ampliamente mientras salgo del baño, me estiro exhalando un suspiro de satisfacción mientras imagino divertido las sorpresas que se llevarán los optimates en la reunión del Senado, mientras la luz de una nueva era inunda las calles de Roma.

No hay comentarios: